A poco más de un mes de extinguidas las llamas del megaincendio forestal del verano 2023 que afectó a tres regiones de nuestro país, hoy entre toneladas de cenizas y escombros que configuran un desolador paisaje en las zonas afectadas, recién es posible dimensionar con algunos datos, el colosal desastre humano y natural que han dejado los incendios de monocultivo forestal. Solo en Santa Juana destruyó más del 60% de la comuna y afectó directamente 5 mil personas.
Por Ariel Ríos.
Quizás solo sea comparable con la gran «ruina», como fue llamado el terremoto de 1835, el cual destruyó gran parte de las zonas urbanas del Biobío. En esos años en Santa Juana, la población habitaba, principalmente, en casas de adobe. El fuerte sismo de 8,8 grados dejó en el piso practicamente todo y hubo que construir desde cero.
Para comprender lo que ocurrió el verano recién pasado, es necesario remitirnos a la política forestal de la dictadura civico-militar desde 1974, con la creación del decreto Ley 701 de fomento forestal, instrumento legal que fue utilizado para entregar todas las facilidades a las grandes empresas del sector para que concentrar el patrimonio forestal y con ello también la tierra.
En el diseño económico de la dictadura, en la región del Biobío las comunas rurales del secano interior como Santa Juana, fueron condenadas a un rol proveedor de materias primas para la gran industria forestal, en manos de la familia Matte, dueños de CMPC y la familia Angelini, dueños de forestal Arauco.
Los campesinos que vivían de la agricultura de autosustento quedaron encarcelados por los grandes latifundios forestales, sin posibilidades supervivencia, perdiendo así su autonomía alimentaria. En pocos años, innumerables campesinos se vieron obligados a migrar a las ciudades y los valientes que resistieron en el campo debieron sufrir las sequías de sus fuentes de agua para consumo y riego y por consiguiente, sobrevivir a los crecientes y cada vez más peligrosos incendios forestales. Algunos campesinos se transformaron en obreros forestales y otros también terminaron plantando con pinos y eucaliptos en sus predios, como una forma de sobrevivencia económica en un territorio con serio déficit hídrico y suelos de baja productividad agrícola.
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Los gobiernos de la Concertación en los años noventa y los siguientes, fueron promotores y cómplices del modelo forestal junto a los alcaldes de la época: en lugar de concientizar a la población y enfrentar el riesgo del crecimiento desmedido del monocultivo sin regulación, se transformaron en aliados de la gran industria forestal, incentivando las plantaciones masivas y acrecentando el deterioro de la agricultura campesina.
Los incendios forestales se hicieron parte del paisaje y su peligrosidad, solo alertada por algunos disidentes que reclamaban de la sequía, la pérdida de biodiverdad, contaminación y pérdida de fertilidad de los suelos. Algún parlamentario intentó impulsar un proyecto de ley para regular el sector forestal, pero no logró sortear el poder político que ostenta la gran industria forestal agremiada en la poderosa CORMA.
En Santa Juana, hace décadas que la población rural normalizó el abastecimiento de agua por camiones aljibes pagados con los impuestos de la misma población, el Estado como medida paliativa implementó programas para subsidiar la pequeña agricultura agonizante de los campesinos que resistieron en los campos. También, no pocos habitantes urbanos de las comunas de Lota, Coronel y otras, compraron pequeñas parcelas e instalaron con gran esfuerzo viviendas de agrado sin ver los riesgos del desierto verde.
Así, por varias décadas la comuna de Santa Juana se fue estructurando en torno a una actividad agropecuaria subsidiada por el Estado para un pequeño sector de campesinos y campesinas diseminadas por la extensa geografía accidentada, por una importante cantidad de adultos mayores que huían de la vida urbana de la zona del carbón y por una mayoría de población que se fue instalando en la cabecera urbana, dedicados a actividades urbanas locales o dependientes de un empleo en el Gran Concepción.
El verano 2023, con el megaincendio forestal y el descalabro social y económico que dejó a su paso, debiera ser recordado como el punto de inflexión para repensar el desarrollo de las comunas que fueron destruidas por las llamas. En Santa Juana toda la población sufrió directa o indirectamente las consecuencias, casi mil viviendas fueron totalmente destruidas y otras en sus equipamientos, los sistemas productivos y abastecimiento de agua de los campesinos desaparecieron, la flora y fauna se quemó en su totalidad y el Estado quedó en jaque frente a tanto desastre.
En las esferas políticas no hay pronunciamiento alguno sobre la regulación forestal y la única voz que emergió con fuerza defendiendo su comuna, fue la alcaldesa de Santa Juana Ana Albornoz Cuevas, quien sigue jugando al «llanero solitario» en un intento desesperado para impulsar cambios en las políticas públicas para no repetir estos desastres y otorgar dignidad a sus vecinos afectados, en un proceso de reconstrucción que apenas inicia para cerca de 5000 personas que vieron frustrados sus sueños y esfuerzos de toda una vida.
El futuro de Santa Juana se debate entre el impulso local liderado por su alcaldesa y las insuficientes y débiles políticas públicas para hacer frente al desastre y la necesidad de proyectar un nuevo modelo de desarrollo distinto al monocultivo forestal.
No es aceptable un proceso de reconstrucción sin considerar la pertinencia territorial, no es aceptable invisibilizar la gravedad de los hechos ocurridos, donde muchas personas perdieron la vida y quienes sobrevivieron pierden las esperanzas de habitar con soberanía y dignidad el territorio que los vió nacer.
El desastre forestal verano 2023, dejó abiertas las heridas de un pueblo que, como tantos ha sufrido aislamiento y abandono histórico de un Estado centralista subsidiario que heredamos de la etapa más oscura de nuestra historia, un modelo de país que este año precisamente cumple medio siglo y no hemos logrado superar.