Transcurridos cincos años desde la sublevación popular de octubre de 2019, se produjo en Chile un verdadero estallido institucional cuyo aspecto más sintomático es la corrupción generalizada que se expandió a los tres poderes del Estado, una práctica que expresa un problema de fondo que no es posible explicar en términos psicológicos, o remitiéndonos a juzgar sobre la buena o mala voluntad individual con que actúan los involucrados en estos abusos de poder.
Por Danilo Billiard B.
La hipótesis que sugiero es que la corrupción es una consecuencia de la dictadura, entendiendo ese régimen autoritario como un proceso de acumulación de poder de las fuerzas oligárquicas en detrimento de las fuerzas populares, lo cual ha ocasionado una asimetría de tal magnitud, que el ejercicio del poder político se convirtió en una puerta de acceso a la obtención institucional de privilegios y prebendas de las que gozan ciertos grupos elitarios y sus burócratas.
Esto implica que la dictadura convive con una democracia reducida a sus aspectos puramente formales, por lo que la corrupción no se detendrá mientras las condiciones que la han hecho posible sigan existiendo. En ese sentido es que cambiar la constitución no significa reemplazar un texto por otro y someterlo a referéndum para así mejorar los mecanismos que garanticen la transparencia, sino que construir una fuerza popular antagónica al orden establecido.
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Ese antagonismo es fundamental puesto que permite la existencia de un poder autónomo que contrapese el poder de los grupos elitarios y les dispute la hegemonía de la sociedad, en la medida que lo que hace a un país democrático es justamente la posibilidad del disenso y la confrontación entre proyectos alternativos. En ese contexto, al incurrir el progresismo en los mismos abusos de poder que antes le impugnaron a la vieja política, han demostrado en la práctica que también se benefician del consenso posdemocrático, herencia de la dictadura, administrado por el "partido de orden, y que es la causa estructural de la corrupción.
Lo que aquí decimos es que la corrupción cristaliza un estado de las relaciones de fuerza caracterizado por profundas desigualdades, de manera que estamos ante lo que podríamos concebir como una situación objetiva que los grupos elitarios (y sus líderes) irreflexivamente reproducen por los beneficios que les reporta su posición social en exceso ventajosa, algo que se ve reforzado porque en Chile permanece arraigada una cultura predominantemente jerárquica que opera en base a relaciones de mando y obediencia, ya sea a nivel laboral como en la vida cotidiana.
La razón por la cual las democracias liberales tienden a volverse autoritarias es porque su desarrollo es consustancial al del capitalismo, pero no porque la democracia sea una superestructura de las relaciones económicas, sino más bien por un paralelismo complementario en el cual ambos niveles estructuran conjuntamente un régimen oligárquico fundado en desigualdades y abusos. Dicho de otro modo, la dictadura, en vez de ser una regresión en la historia del país, es un mecanismo inherente a la lógica del progreso, puesto que -de acuerdo con Walter Benjamin- no hay progreso sin exterminio y sin destrucción. Por eso lo que viene después de la dictadura es la barbarie convertida en ley de la nación, y no la democracia. Le llamamos, pese a todo, "democracia", pero su carácter es profundamente elitario, segregador y excluyente, como lo confirman las palabras de la propia ministra de la Mujer, Antonia Orellana, al ser consultada respecto a los motivos por los cuales al exsubsecretario Manuel Monsalve no se le pidió de inmediato la renuncia luego de que fuera denunciado por delitos sexuales.
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La ministra señaló en un matinal que "no estamos hablando del portero de un servicio público". Luego del lapsus, pidió no ser "mal interpretada", pero ¿cómo interpretar esto de otra forma que no resulte la más evidente? Es decir, el trabajo asalariado -el que realiza el portero de un servicio público- entendido como el resorte de una máquina (lo que Marx conceptualiza bajo el nombre de alienación), una función anónima e intercambiable de la cual se puede prescindir sin mayores inconvenientes, a diferencia de una autoridad de gobierno o de un "experto".
Las palabras de la ministra sugieren una visión de mundo que ha sido responsable de la deshumanización de millones de hombres y mujeres en los últimos siglos, reducidos en términos económicos a fuerza de trabajo y en términos políticos a una población que carece de cualquier capacidad cívica para gobernar y dirigir los destinos de un país. Por eso un actor social, el exsubsecretario, tiene nombre y apellido, mientras que el otro actor social es despersonalizado en una función.
Que el progresismo haya hecho suya esta gramática burguesa, obedece al hecho de que el único cambio social al que aspiran es ese que Marx y Engels, en El Manifiesto Comunista, definían como "socialismo burgués", también llamado "conservador", que aspira a la realización de reformas administrativas que se llevan a cabo sin alterar las relaciones de dominación, tanto políticas como económicas. Reformas empujadas por una retórica transformadora que no supone una amenaza para el orden establecido.
Esta concepción de la política, de rasgos elitarios, es la lógica fundacional del Estado moderno y está estrechamente ligada a una tradición filosófica que la hace converger con el individualismo propietario, en el que el pueblo es negado como sujeto político y reducido a mera población: un dato biológico que puede medirse en términos estadísticos a través de las elecciones. De ahí que algo así como el "poder del pueblo" no puede ser visto de otro modo que no sea el de una anomalía, o mejor, una anomia, una irrupción violenta de irracionalidad que está destinada a neutralizarse por la mediación de la ley para restituir el principio de autoridad.
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La negación de lo popular es un sesgo reaccionario distintivo del progresismo criollo, y es lo que lo que lo diferencia de otros progresismos latinoamericanos. Es un rechazo que se manifiesta discursivamente por medio de una alusión al pueblo como un actor prepolítico, reconociéndolo como objeto de caridad, de asistencia y de control, algo que nos remonta a una larga tradición conservadora (y portaliana) que impregna desde hace siglos todo el sistema político chileno y que es la ideología de la élite gobernante.
En definitiva, los llamados a defender la democracia ante el auge de la extrema derecha resultan de una absoluta ingenuidad, porque en la práctica impera en este país, desde la dictadura hasta la actualidad, un régimen oligárquico en el que la democracia, por efecto de la concentración factual del poder económico y del poder político, se vuelve autoritaria, corrupta y abusiva. Definir qué formas de lucha y organización son las más adecuadas para enfrentar este fenómeno, es una tarea prioritaria en este momento.